Carné de Buddhista

Hace poco, una persona muy querida para mí se hizo eco de la muerte del maestro Zen vietnamita Thich Nhat Hanh, comentando que le entristecía la muerte del maestro, aunque esto no fuera muy “buddhista” (ella misma puso las comillas, aunque la ortografía fonética es mía).

Yo le respondí de manera casi automática, y en gran medida pienso ahora que innecesariamente, que no había nada a-buddhista en la pena. No es la primera vez, de todas formas que escucho algo parecido. Quizás, como buddhista que soy me apercibo más que otros de las preconcepciones que giran alrededor de esta palabra. Clichés con los que todos trabajamos, jugamos y a veces ironizamos (véase la ilustración).

Estoy seguro de que en su voz, de haberla escuchado, se hubiera entendido mejor el tono con que lo expresaba. O quizás se entendía así perfectamente y soy yo y mis neurosis, una vez más, el que está haciendo una montaña de un grano de arena. En todo caso, este comentario me ha animado a meterme en el berenjenal de clarificar qué significa para mí ser buddhista.

Alrededor del buddhismo gira esta idea fundamental de que el apego es algo malo, perjudicial, dañino. Cuanto más nos apegamos a las cosas, entonces, en el momento en el que desaparecen, pues todo cuanto hay en la existencia termina desapareciendo, sentimos dolor, pérdida, añoranza. Pero estas tres emociones, al menos, no son sinónimo de sufrimiento. Lo cierto es que hay sufrimiento, dukkha. Esta es la primera de las Nobles Verdades – o Verdades Amables que traduce Robert Thurman.

En el budismo se dice que el sufrimiento, dukkha, que mi maestro prefiere traducir como “insatisfacción”, lo permea todo. En palabras del Buddha: “Nacer es sufrimiento; envejecer es sufrimiento; la enfermedad es sufrimiento; la muerte es sufrimiento; la pena, la lamentación, el dolor, la aflicción y el desespero son sufrimiento; la asociación con lo desagradable es sufrimiento; no conseguir lo que uno quiere es sufrimiento”. Pero esta omnipresencia del sufrimiento no está en la realidad exterior. Tampoco está, podría decirse, exactamente en nosotros o en nuestra naturaleza humana (que es diferente de nosotros). Está en la forma en la que interactuamos con nuestra naturaleza humana.

El sufrimiento no está en nuestra codificación genética. O en nuestra cultura. O en la personalidad que vestimos. O en el lenguaje. Ni tampoco está en nosotros. El sufrimiento está en la forma en la que interactuamos con nuestros genes, nuestra cultura, nuestra personalidad, el lenguaje del que hacemos uso y tantas otras cosas, pero no está en nuestra naturaleza esencial.

El sufrimiento está, decía el Buddha, en la incapacidad de ver las cosas como son, en la ausencia de sabiduría, la ignorancia o el engaño.

Nosotros somos más que nuestro ánimo, somos más que nuestro lenguaje, que nuestra personalidad, que nuestra cultura y somos más (opinión quizás contraria al cientifismo) que nuestra codificación genética. Somos todo lo anterior, pero somos mucho más. Somos también las interacciones infinitas e inmensurables entra cada una de estas partes.

De la misma forma que los átomos también están afectados por la cultura que los rodea, y al igual que los genes se ven afectados por el lenguaje, igualmente hay una realidad más allá de todo esto que engloba, que se ve afectada y que afecta a todo lo anterior. El sufrimiento es un proceso, una relación que suceden entre nosotros y el cambio.

Por tanto, no importa dónde aparezca el sufrimiento: lo importante es que hay una parte de nosotros más grande que él, que puede ser consciente de este y ayudar a que no se anquilose y enquiste en nuestra vida, sino que se integre en el fluir natural de todo el conjunto hasta disolverse.

Así, al observar el origen del sufrimiento, vemos que éste se surge de otras cosas. Es una segunda capa, un agregado a la capa base, un proceso derivado de algo que es anterior, mucho más natural, mucho más común, mucho más útil y beneficioso: las emociones. Y las emociones, como la pena, como la alegría, como la añoranza, como la ilusión, como el rencor, como la indiferencia, el amor, el miedo y la compasión, están grabadas en la realidad humana que nos envuelve y de la que somos parte. Son tan parte de nosotros como brazos y pulmones, dientes y ombligo. Y, como dice Robert Thurman (signos de exclamación incluidos) “¡El buddhismo es realismo!”.

La aspiración del buddhista es alcanzar la realidad, unirse con la realidad, fulminar cualquier separación entre uno y la realidad de las cosas, pues es únicamente en la realidad que se encuentra la auténtica felicidad. La realidad es pura felicidad. Los constructos con los que forramos y a veces lapidamos la realidad pueden o no ser felicidad, pero la realidad es auténtica, dulce (salada, amarga, umami – dependiendo de tu paladar) pura felicidad.

La paradoja aparente de este planteamiento es afirmar que la muerte y la pena son la realidad, a la vez que decimos que toda realidad es felicidad. La respuesta al galimatías es, simplemente, que la pena no tiene porqué ser sufrimiento. La pena no tiene que elaborarse, aderezarse, cocerse con toda otra serie de nociones sobre cómo ha de vivirse la pena, cuánto ha de vivirse la pena, quién ha de vivir la pena, y por qué ha de vivirse la pena. Cuanto más directamente se viva la pena, cuanto más directamente se viva la muerte, más auténtico es el momento, más sentimos que estamos donde debemos estar, haciendo lo que debemos hacer, y así toda nuestra naturaleza humana se canaliza en el fluir de la realidad.

Esta es la Vía, el Tao, el camino, el sendero de las fuerzas físicas que encarnamos y que llamamos vida fluyendo con el resto del universo. Sin estancarnos. Sin malgastarnos. Fluyendo y fluyendo en el ciclo sin fin (como el Rey León).

Pero por supuesto, mi queridísima amiga ya lo sabía. Por supuesto que, detrás de la interpretación de las palabras, o detrás de las palabras, detrás del tiempo y el espacio que habitamos, más en la superficie o más en el fondo de nosotros, todos lo sabemos.

El buddhismo es tan solo una escuela en la que reaprendemos estas verdades. En esta escuela hay un primer maestro que la puso en marcha, el Buddha, y después de él tenemos incontables linajes en los cuales se han conservado sus enseñanzas, a veces expandido, a veces simplificado, interpretado, discutido, traducido, embellecido o actualizado.

Algunos tenemos una persona que es nuestro maestro, otros tenemos múltiples maestros. Toda persona que te señala al corazón de tu ser es, en cierto modo, un maestro. Los riscos de las montañas y la espuma de las olas son también, en cierto modo, maestros. La realidad es nuestro maestro y nuestro aprendizaje.

Lo que nos hace LLAMARNOS buddhistas es el hecho de reconocer ese primer maestro, Shiddharta Gautama, al que escuchamos y respetamos. Eso es todo lo que se necesita para LLAMARSE buddhista. Y no hay ninguna necesidad de llamarse, ni de serlo.

El Buddha y el buddhista persiguen la realidad. Con suerte, viven la realidad. Pero para muchos es una aspiración, un trabajo continuo. Que nos dejemos vencer por la ira, las ansias o la ignorancia no quiere decir que no sea nuestra intención despertar a sus causas y trascenderlas a la luz de la conciencia. Estamos aprendiendo.

Cultivando la sabiduría interior – ya sea a través de las enseñanzas o de la realidad y sus múltiples maestros – las emociones que forman parte de nuestro ecosistema emocional, los hábitos y creencias con los que moldeamos nuestro estilo de vida, los retos morales y filosóficos a los que nos enfrentamos de vez en cuando se imbuyen de (no se amoldan a) las enseñanzas del buddhismo, entran en un diálogo de la cual surgen nuevas emociones, hábitos, creencias e ideas, frescas y originales. Entonces reconocemos el valor de estas enseñanzas y quizás nos animamos a profundizar en su práctica.

Es para mí un placer ver esta tradición de al menos 2500 años de antigüedad seguir floreciendo, aportando ideas, prácticas e inspiración con que encarar los nuevos retos (ambientales, tecnológicos, sociales e identitarios) que nos toca vivir. Nadie como Thich Nhat Hanh se dio cuenta de ello. Su copiosa obra, enésima actualización del espíritu del despertar, es testimonio del amor que profesaba por sus contemporáneos. Nadie es más buddhista que quién reconoce el valor y se nutre de su esfuerzo.

Comentarios 1

  • Querido Pablo.
    Mucha sabiduría en un solo escrito: merece varias lecturas, y más pausadas de lo que mi «sufrimiento» de hoy me permiten.
    Muchas gracias. Comentaremos.

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