Samuráis, mojitos y bodhicitta

Una persona a la que he invitado a acudir al retiro Zen de tres días me ha comentado que no se siente con energías para invertir en un retiro. Me ha hecho reflexionar sobre la visión que la gente puede tener de cuál es la disciplina que se requiere para participar en uno. También me ha hecho reflexionar sobre qué tipo de energía se necesita para, no aguantar, sino disfrutar ese tiempo a solas con la verdad de tu propia naturaleza.

Cuando pienso en el tipo de participante en un retiro Zen (aunque también es aplicable a la meditación en general), dos perfiles un tanto caricaturescos se me dibujan. Por un lado, el que se imagina a sí mismo como un fiero y noble samurái meditando sin descanso al borde de un acantilado. Por otro lado, aparece aquel que entiende por Zen un baño de burbujas con un vino tinto, o meciéndose en una hamaca mientras le sirven mojitos.

Estos dos extremos en parte son fruto de una imaginación abonada en su infancia por el coyote y el correcaminos (la mía), pero también en parte ejemplifican los extremos de los que hablaba el Buddha: la búsqueda del placer – a través del descanso – y la búsqueda del dolor – en mor de sus recompensas. Ninguno de los dos lleva a la verdadera libertad – o liberación – que enseñaba el Buddha. La Vía Media no tiene que ver con placer o dolor, sino con la liberación y la felicidad.

Por supuesto que la búsqueda de placer es la más natural de estas dos opciones, estamos codificados genética y casi siempre también culturalmente para perseguirlo. La humanidad no hubiera desarrollado la batamanta si no fuera así. Pero es como con el azúcar y las grasas. También estamos codificados para que nos resulten sumamente suculentos, pero porque esta programación genética se realizó cuando el ser humano tenía difícil y escaso acceso a ellos. Aún hoy son de vital importancia para nuestro desarrollo, pero en su justa medida, como la batamanta.

Las redes sociales son azúcar visual y auditivo. Las plataformas como Netflix, Prime y Disney+ podrían entenderse también como grasa. Y no es que este tipo de cultura no sea en cierta medida alimento para el alma – no hemos salido también los que nos hemos criado enchufados a la tele, ¿no?. Pero, tarde o temprano, la búsqueda ininterrumpida de placer lleva a la saciedad y la obesidad física y/o mental, o como la llamaría el Buddha, el sufrimiento.

Menos común y, para muchos, más difícil de identificarse, es a mi parecer problema de ser adicto al dolor. Si bien a pensar que la adicción al dolor no físico, pero emocional es algo enraizado profundamente en la cultura occidental. Las ideas de amor romántico, la visión de que para lograr algo en la vida hay que sufrir, (“No pain, no gain”) es algo que yo veo cercano a la idea del pecado original y a la visión del cristo redimiéndonos en la cruz. Al que sufre se le loa y parece que el sufrimiento te hace conocer la vida mejor.

Pero esta idea también está en algunas visiones destempladas de la espiritualidad oriental. En cierta ocasión, estando yo dirigiendo una sesión de meditación, invité a una chica a utilizar cojines para sostener mejor su torso durante los 25 minutos que duraría la práctica, y me respondió básicamente que al cuerpo hay que educarlo con mano dura, para que no se subiera a la parra.

El dolor como parte de la vida es una cosa, pero creo que nadie en su sano juicio puede negar que cuando comenzamos a buscar activamente el dolor, esperando de él sabiduría, iluminación y quién sabe si inmortalidad o parecido, algo retorcidamente siniestro hay al fondo de nuestra idea de la práctica. Cuando nos aferramos con apego al dolor, inevitablemente sigue el sufrimiento.

Entonces ¿Qué es lo que buscamos en un retiro Zen? Teniendo en cuenta que vamos a pasar la mayor parte del tiempo sentados e inmóviles, con otras personas en silencio durante horas y días, es fácil verse más como el samurái desafiando la muerte. Pero, por otro lado, cuando consideramos el entorno de la casa rural, los paseos por la naturaleza y las mañanas de yoga alejados del ruido y tumulto de la vida, parece que lo único que nos queda es pedir un mojito cuando se pone el sol.

Pero un retiro no consiste en dejarse guiar y llevar por las fuerzas de atracción y repulsión. La fuerza con la que trabajamos es algo diferente. Por supuesto que estas fuerzas de deseo y rechazo están presentes y siguen queriendo actuar: el torbellino de recuerdos, de tareas pendientes, de emociones destapadas, ideas como de castillos de naipes que se derrumban, hábitos mentales, sensaciones corporales muy vivas. La diferencia está en que ahora no reaccionamos y actuamos de acuerdo con estos impulsos. Lo que hacemos es escucharlos y comprenderlos.

Escuchar y comprender, ver más claramente, sentir más honestamente. Este impulso por comprender, por conocer, por arrojar luz y hacer más claro todo, se conoce como bodaishin (bodhiccita en sánscrito). Y este impulso es el que conduce nuestra sabiduría innata a la superficie.

Este impulso necesita, por supuesto, combustible (alimento) como cualquier otra acción humana (el Buddha se dio cuenta de esto y se alejó del ascetismo severo), pero más allá de esto no necesita de ninguna otra condición exterior. Esta luz, con la que el paisaje interior se vuelve más claro e inteligible, es innata en nosotros y su tendencia natural es expandirse y llenarlo todo. Durante el tiempo de retiro esto sucede de la forma más natural.

Por el contrario, obstaculizar y oscurecer esta luz es lo que requiere esfuerzo de nosotros y es algo en lo que muchos de nosotros hemos invertido mucha energía. Cuando comenzamos a liberar las fuerzas que teníamos invertidas en velar emociones, tergiversar nuestra realidad y la de nuestro alrededor a comienza entonces a liberarse la energía encerrada en ellas. Esta fuerza que recuperamos al comenzar nuestra a despertar es lo que se conoce en el Zen como jiriki.

Permitiendo en nosotros el impulso natural hacia el despertar, bodaishin, la fuerza innata, jiriki, se acrecienta. Entonces nos damos cuenta de que no tenemos que azuzar ninguna fuerza especial, sino que el proceso es más bien el de invitar, permitir, dar espacio, acompañar. Esta fuerza compasiva hacia nosotros mismos y las emociones, recuerdos y hábitos que nos pueblan, permite que todo el dolor acumulado, toda la insatisfacción, el ansia, salga a la superficie y sea liberado. Quizás entonces comprendemos cuál es nuestra verdadera naturaleza.

Pero, de nuevo, no quiero moralizar sobre la beatitud de alejarse del placer. Quisiera trazar una línea (quizás mejor definida en la siguiente entrada) entre placer y felicidad y ligar la segunda a una mejor comprensión de nosotros mismos. No se trata de evitar el placer (repeler la atracción) ni de buscar el dolor (atraer la repulsión), se trata de ver más claramente el papel de estos dos instintos en el conjunto de la vida y, finalmente, reeducarlos (cuando se necesite) para que contribuyan lo máximo posible a ella. Este proceso implica, tarde o temprano, descubrir quienes somos realmente, cual es nuestra verdadera naturaleza.

Dejo para otra entrada el tipo de disciplina, que a veces se necesita, para mantener vivo este fuego en la práctica del día a día.

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