“No yo” (Mu Ga)

Pergamino 140x45cm

Comentario

La cuestión de la inmortalidad del alma es uno de los aspectos más famosos, pero además mal entendidos en el budismo. Primeramente, porque presupone la existencia de un alma. Presupone la existencia de un yo. Sin embargo, el budismo es bastante único en este sentido y, a diferencia de la mayoría de las religiones existentes, rechaza la existencia de “un algo” que podamos llamar auténticamente “yo”.

Este “yo” en sánscrito se conoce como atman y, aunque diferentes escuelas filosóficas lo definen y entienden cada una a su manera, podemos entenderlo como el yo, el alma, la esencia. El budismo sin embargo utiliza el término anatman, siendo “an” una partícula negativa. Por tanto: no-yo, ausencia de yo, ausencia de alma, ausencia de esencia. En japonés anatman sería mu ga.

Más allá de la cuestión de un alma, esto tiene que ver intrínsecamente con la continuidad de un sujeto a lo largo de la vida. Por un lado, nos identificamos con el niño o niña que iba al patio del colegio hace tantos años. Por otro lado, solo tenemos que mirarnos en el espejo para saber que no somos la misma persona. Es muy fácil deducir entonces que la continuidad que atribuimos al yo reside en algún lugar de este cuerpo cambiante. O, por el contrario, asumir la existencia de unos objetos físicos que dan lugar a la conciencia.

La forma en la que entendemos la existencia y continuidad de un yo tiene grandes repercusiones en la forma en la que entendemos la responsabilidad propia, el compromiso, el amor romántico y la muerte. ¿Somos responsables de las faltas que cometimos hace años? ¿Seguimos amando a la misma persona con quien nos casamos? ¿Qué sucede en el momento de la muerte?

Esto tiene que ver con lo que en la tradición budista nos referimos como la metáfora del carro. La primera mención de esta, tal y como se recoge en los más tempranos textos budistas, la expone la monja Vajira.

La historia cuenta que un día estaba sentada bajo un árbol cuando Mara – una figura demoníaca en la cosmología budista, y que viene a personificar, en este caso, la duda – se le presenta y le inquiere:

“¿Por qué ha sido todo esto creado?
¿Dónde está el creador?
¿De dónde surge el ser?
¿Dónde cesa?”
A lo que ella le responde:
“¿Por qué asumes que hay un ser?
Mara ¿Es así de especulativa tu visión de las cosas?
Esto no es sino una amalgama de puras formaciones.
No hay aquí ser ninguno.
“Igual que, al ensamblar sus partes.
La palabra “carro” se usa.
Así, cuando se congregan los agregados.
Tenemos la convicción de ser.
Pero tan solo el sufrimiento viene a existir.
El sufrimiento surge y se desvanece.
Nada salvo sufrimiento, viene a existir.
Nada, salvo el sufrimiento, cesa.”

Este concepto se repite de nuevo en El Debate del Rey Milinda, un texto del siglo II o III, en el que Menandro (o Milinda en dialecto Pali), rey griego de Asia Central, le pregunta al maestro Nagasena cuestiones clave de las enseñanzas budistas.

Así le pregunta el rey:

“¿Quién es quién te provee de abrigo comida y cobijo? ¿Quién vive una vida noble? de nuevo, ¿Quiénes quien mata a otros seres vivos ropa comete adulterio cuenta mentiras o se intoxica con bebidas? si lo que dices es correcto entonces no hay mérito ni demérito, no hay hacedor de acciones nobles o ignobles, ni resultado del karma. Si, querido señor, alguien te matara no habría asesinato, y por la misma regla tampoco hay maestros ni profesores en tu orden. Dices que te llamas Nàgasena; Pues bien ¿Qué es Nàgasena?

A lo que Nagasena le responde utilizando la misma metáfora que la monja Vajira.

Esta misma reflexión que hacen acerca de la identidad del carro, de la existencia del carro, podemos llevarla más allá y plantearnos la existencia las ruedas, el eje, el cabezal, la viga, el yugo, etc. Puesto que cada una de estas partes también se puede descomponer en elementos menores y, como hemos dicho antes, microscópicos, subatómicos y cuánticos.

¿Nos debe hacer esto caer en el más puro materialismo? Es decir, negar la existencia real de un alma, pero admitir la existencia real de otra serie de sustancias materiales que fabrican, mediante sus procesos, la ilusión de esta.

El budismo estaría de acuerdo en que el alma es una ilusión, pero discutiría la existencia última de esos elementos más pequeños, pues serían tan artificiales cómo el yo o el alma.

¿Pero entonces, qué nos queda? ¿Hay verdad más allá de estos dos extremos? Al comienzo mencioné lo determinante que es esta pregunta porque subyace a nuestro entendimiento de quiénes somos y quienes podemos ser, si pueden las personas cambiar, si se puede perdonar, si hay gente que es intrínsecamente mala o buena, etc.

En nuestra tradición, el budismo Zen, tenemos una forma peculiar de abordar esta y otras muchas disquisiciones en apariencia irresolubles. Lo hacemos a través de koanes. Los koanes son, en su mayoría, anécdotas sacadas de conversaciones entre los grandes maestros de la edad dorada del Zen, recopiladas por maestros posteriores en libros como La Barrera sin Puerta y El Acantilado Azul. También incluyen citas y extractos misceláneos.

Hay uno de ellos que dice así:

Keichu, el primer fabricante de ruedas, hizo un carromato cuyas ruedas tenían cien radios. ¿Pues bien, supón entonces que cogieras un carro y le quitaras las ruedas y el eje? ¿Qué te quedaría entonces?”

Este es el mismo planteamiento de Nagasera y Kujira, lo que difiere es la forma en la que se estudia esta verdad. Mientras que en las dos primeras anécdotas nos llegan la pregunta y la respuesta, aquí solamente tenemos la pregunta. La respuesta la tenemos que alcanzar nosotros, y no importa cuán clara, hayan sido las explicaciones de Nagarjuna o de Mach, tenemos que alcanzar esta realización de una manera más que lógica y más que discursiva, tenemos que encarnarla.

Básicamente lo que hacemos en nuestro trabajo con koanes es encarar de frente la pregunta. Y a partir de ahí traerla más y más cerca de nosotros, plantearnos la pregunta de manera tan insistente y absorbente que en un momento determinado la pregunta se convierte en parte de nosotros. Ya no hay una pregunta ni hay un nosotros. Llega un momento en el que aparece la respuesta. Nos convertimos en la Rueda.

Y cuando solucionamos este problema de la continuidad de la identidad, el mundo entero se vuelve más ligero, los filos dejan de estar afilados, los límites de las cosas se ven plásticos y cambiantes, como siempre han sido. Nos volvemos más respetuosos, comprensivos, pero sin perdemos en el camino. Seguimos volviendo la cabeza cuando escuchamos nuestro nombre y responsabilizándonos de nuestras acciones. Vivimos la paradoja de la identidad, de manera auténtica y armoniosa.

Este es la continuación de una serie de comentarios a las caligrafías de Shinzan Roshi, cuyo libro he traducido e intento publicar, con las que me propongo explicar conceptos fundamentales del Zen. Puedes leer los textos completos en www.mokusei.es/blog (ver link en bio) y ver versiones más libres de los mismos en mi vlog 🎬 https://www.youtube.com/channel/UCx9l_VJFU1CpwYJSdtljmrw

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